Gancho

La ropa es el mayor engaño del mundo. Es una mentira que cubre tras de sí con infinitas posibilidades estéticas de formas, texturas, colores, falsos (o no) atrevimientos y recatos. Es una mentira artificiosamente interpretada para explicar lo que se nos hace terriblemente poser decir.

"Soy rocker", "tengo onda", "odio al mundo", "forever young", "soy niña bien", "soy deportista", "odio al gobierno", "tengo más dinero que tú"...

Es un grito de individualidad que tapa con diurex, diamantina y una capa glaseada la irremediable y poética simplicidad, vulnerabilidad y genericidad del ser.

El miedo a la desnudés, pienso, en parte es el miedo a darse cuenta de que no eres especial o perfecto. Y lo pienso más cómo un análisis que como reclamo.

Pero más que una mentira al mundo exterior, la ropa es una mentira que nos contamos a nosotros mismos. Soy así, no soy así, o quiero ser así, nos decimos y nos creemos.

Al final somos un cerillo más de una gigantesca caja que pretende y cree ser especial, porque no tiene el valor de admitir que uno es idéntico al otro, que no existe un mejor o peor, que es lo mismo yo, mi, tú, ...migo, él, su, ellos, vosotros, sos y demás parámetros que enmarquen una individualidad. "Como es arriba no es abajo y los opuestos son opuestos", dijera un humano antihermético cualquiera.

Al final no hay final y seguimos haciendo conscientemente inconsciente una figura retórica de los miedos que invaden al ego y esculpen cada una de las palabras yuxtapuestas en cada capa de ropa comenzando con los calzones y el brasiere.

Así configuramos la (mi, nuestra) realidad, para regresar tranquilamente a casa por las noches, y con alivio retirarnos el disfraz y descansar un poco de la mentira. Como si la dermis abrumada exigiera un descanso.

Adiós maquillaje, medias, botas, saco, abrigo, yo, tú. Hola pijama indecente, fodonga, cómoda y nada yo.

Yo se queda en un gancho, esperando la próxima faceta del día siguiente.

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